No pude eludir la impresión de que eran cumbres malignas
—montañas de locura cuyas más lejanas laderas se asomaban a algún detestable
abismo final—.
Aquella nube al fondo, trémula y medio luminosa, despertaba
sugerencias indecibles, más que de un espacio terrestre de un más allá vago y
etéreo, y daba aterradoras advertencias de la naturaleza totalmente remota,
apartada, desolada y muerta desde hacía muchos eones de ese mundo austral insondable
y jamás hollado.